La reconocida primatóloga, etóloga, conservacionista y educadora Dra. Jane Goodall, DBE, ha fallecido a los 91 años por causas naturales. La noticia fue anunciada el 1 de octubre de 2025 por el Instituto Jane Goodall, organización que ella misma fundó y desde la cual dedicó su vida a la defensa de los animales y la conservación. Goodall también fue Mensajera de la Paz de las Naciones Unidas.
«La Dra. Jane Goodall iluminó este mundo, demostrando de manera extraordinaria lo que una sola persona puede lograr», expresó Jill Tiefenthaler, directora ejecutiva de la National Geographic Society. «Conocer a Jane era conocer a una científica, conservacionista, humanitaria, educadora y mentora excepcional y, quizá lo más importante, a una incansable defensora de la esperanza. Durante más de seis décadas formó parte de la comunidad de National Geographic, transformando para siempre nuestra relación con la naturaleza y, con ello, nuestra propia humanidad. Estamos agradecidos de haber aprendido de ella y de seguir llevando adelante su legado».
Los primeros trabajos de campo de Goodall en la Reserva Natural de Gombe Stream, en la entonces Tanganica (actual Tanzania), revolucionaron la ciencia al documentar un amplio abanico de comportamientos sociales y emocionales compartidos entre chimpancés y humanos. Su biógrafo, Dale Peterson, la describió como «la mujer que redefinió al hombre».
Goodall llamó la atención de la National Geographic Society en 1961 gracias a su mentor, el paleoantropólogo Louis Leakey, quien presentó su trabajo al Comité de Investigación y Exploración. Aunque el comité aprobó un primer fondo de 1.400 dólares, muchos miembros se mostraron escépticos: Jane era joven, delgada, sin formación académica formal ni título universitario, y se encontraba sola en África Oriental enfrentando condiciones extremas, depredadores y enfermedades. Cuando Leakey solicitó recursos adicionales para su manutención, hubo resistencia.
Sin embargo, Leakey jugó su mejor carta: informó que Goodall había observado a los chimpancés fabricar y utilizar herramientas —ramitas y hojas de hierba para atrapar termitas—, un hallazgo que derrumbaba la creencia de que solo los humanos tenían esa capacidad. Convencido el comité, aprobaron los fondos adicionales. Aquella decisión sería recordada como una de las mejores inversiones en la historia de la National Geographic Society.
La revista y sus programas televisivos dieron a conocer a Jane Goodall en todo el mundo, convirtiéndola en una de las científicas más reconocidas de su tiempo. Los titulares de la época jugaban con cierta picardía: «Una bella señorita pasa su tiempo observando a los simios» o «Muérete de envidia, Fay Wray». Incluso el presidente de la Sociedad, Melville Bell Grosvenor, se refería a ella como «la chica rubia británica que estudia a los simios».
A Jane, lejos de incomodarle, aquello le resultaba útil: sabía que su imagen pública generaba simpatía y facilitaba apoyos. «Yo era la chica de la portada de Geographic», decía con ironía, consciente de que aquella percepción había abierto puertas para su investigación y, en última instancia, para su misión de vida.

La casa victoriana de ladrillo rojo en la ciudad costera de Bournemouth, Inglaterra, fue el escenario de la infancia de Jane Goodall. Allí vivía rodeada de mujeres: su madre, Vanne; su hermana, Judy; dos tías; y su abuela. Su padre, oficial del ejército británico, estaba casi siempre ausente y acabaría divorciándose de su madre. En aquel hogar femenino, Jane soñaba con aventuras que la sociedad reservaba para los hombres y, sobre todo, con viajar a África para estudiar animales. Gracias al apoyo de su madre, aprendió desde pequeña a ser independiente y a creer que podía alcanzar lo que se propusiera.
Jane dejó siempre una huella ligera en el mundo. En el bosque, solía caminar descalza. Era vegetariana y comía poco, como si se alimentara «como un pájaro», según quienes la conocieron. Lo material nunca le importó; lo único que la movía eran los chimpancés, la conservación de la naturaleza y la convicción de evitar que la Tierra se autodestruyera.
Su curiosidad infantil ya apuntaba a lo que sería su vida. De niña, guardaba lombrices debajo de la almohada hasta que su madre le explicó que morirían sin tierra; convenció a un petirrojo para anidar en su estantería; y compartió sus días con su perro mestizo, Rusty. Fue Rusty, su primer maestro, quien le enseñó que los animales no solo eran inteligentes, sino que también tenían emociones y personalidades únicas.

Ese mismo descubrimiento lo confirmó años después en Gombe, cuando David Greybeard, el primer chimpancé que se acercó a ella —la «peculiar simio blanco», como se definía con humor—, le mostró confianza. Tanto lo marcó que incluyó una figura de arcilla de él en su pastel de bodas con el fotógrafo Hugo van Lawick, enviado por National Geographic para documentar su trabajo. Cada chimpancé tenía su carácter: David era sereno y decidido; Goliath, el macho alfa, impetuoso; Frodo, agresivo y dominante. Con el tiempo, Jane dejaría el trabajo de campo en manos de otros para dedicarse a una misión aún mayor: concienciar al mundo y recaudar fondos en defensa de un planeta más verde y sostenible.
En sus conferencias, sabía cautivar a multitudes con la misma naturalidad con la que había observado a los chimpancés. Podía irrumpir en escena como una estrella de rock, imitando el crescendo de los gritos de los primates —¡Ho hoo ho hoo HOO HOOO!— hasta que el silencio envolvía la sala, seguida de una ovación de pie. Su pasión tranquila se contagiaba al público, provocando lágrimas… y también donaciones.
El fotógrafo Nick Nichols recordaba haberle preguntado en una firma de libros en un pequeño pueblo por qué no dar la charla en un auditorio grande, como solía hacer. Jane lo miró con calma y respondió: «¿Y si hoy solo viene una persona… y esa persona cambia el mundo por el planeta?». Para ella, incluso un pasajero sentado a su lado en un avión podía ser la chispa de un cambio.
Goodall entendía mejor que nadie el sufrimiento animal: sabía que una criatura enjaulada se convertía en una sombra de sí misma, con la mirada y los movimientos cargados de resignación. Cambiar eso era, para ella, un imperativo moral. «Debemos ser amables con los animales, porque eso nos hace mejores seres humanos», dijo en una ocasión a Mary Smith, editora de fotografía de National Geographic.
Su voz llegó lejos. Influyó en los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos para que dejaran de usar chimpancés en investigaciones médicas y, en 1989, convenció al secretario de Estado James Baker de unirse a la lucha contra el comercio de carne silvestre africana.

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